Dicen que cuando somos niños
queremos hacernos pronto mayores. Pero, también dicen que cuando somos mayores
queremos volver a ser niños. Aunque esto último todavía no lo sé.
Queremos hacernos mayores y lo
intentamos forzar demasiado rápido. Deseamos “volar del nido”, irnos a estudiar
fuera para tener esa libertad que se nos niega en casa. Se nos niega porque no
la merecemos, porque nuestra madurez no ha llegado sino a la edad suficiente
como para poder votar, nada más.
Contamos los meses, las semanas y,
finalmente, los días para irnos a una ciudad desconocida en mayor o menor
medida a vivir a nuestras anchas. A no dar explicaciones a nadie, a salir un
día sí y otro también. A ir de cañas porque ya eres universitario y eso es lo
que has oído que hay que hacer. Ir de botellón a casa de un compañero o, mejor
todavía, a tu piso. Eso sí que es una idea fabulosa. ¡¿Cómo no se te había
ocurrido antes?! Meter en tu piso a cerca de 20 personas como si estuvieras en
un chalet a las afueras, sin molestar a nadie. Porque si tú estás de fiesta y
tu vecino no lo está es porque “es un muermo”. Sin importar que llegue la
policía. No te importa, para nada. Tu único lema es: “aquí nadie me conoce”. Y
eso te da la libertad absoluta para hacer lo que se te pase por la cabeza. No
hay un mañana. Solamente se vive el día.
Tus relaciones sociales. Eso es
fundamental. Hay que hacerse popular, conocer a mucha gente, cuanta más mejor.
Tienes que darte prisa en conocer a gente. Tienes que tener un grupo y hacerte el
mejor amigo de todos. Porque sabes (bueno, crees) que van a ser para siempre. Que
serán amigos inolvidables. Sí, algunos con el tiempo lo son pero, la mayoría, siento
decepcionarte: no pasarán de los años de carrera.
Quieres irte de tu pueblo o ciudad a otra (y
cuanto más lejos mejor) a gastar “tu dinero,” sin pensar que ese dinero que
consideras tuyo es el dinero de tus padres, que se ocupan semana tras semana de
llenar tu pobre cartera. Ese dinero que crees que cae por la chimenea y que es
casi su obligación darte para que el niño pueda gastar en sus caprichos. Porque
sí. ERES UN NIÑO. Ese dinero que has
pedido, en más de una ocasión, para fotocopias. Claro, tus padres se acaban de
caer de un árbol y son gilipollas. Pues ellos te lo dan aun sabiendo que las únicas fotocopias que vas a hacer son las
de los carteles de tu fiesta.
¿Y qué me decís de la libertad de
comer lo que te salga de las mismísimas narices? Pero vaya, llegas de la
universidad y ESTÁ LA MESA SIN PONER Y LA COMIDA SIN HACER. Como decía Macauly Culkin
en “Solo en Casa”: “Mamá, ¿dónde estás?”. Y tú que pensabas que la comida
aparecía en la mesa en el momento oportuno, de la nada. Pero, por suerte, la independencia
temprana ha dado grandísimos chefs. Así que, ahí estás tú: preparado para hacer
la mayor exquisitez que jamás habrías imaginado que serías capaz: lentejas al
microondas. ¿De quién? De MAMÁ. Porque no solamente se encargan de llenarte los
bolsillos, también te llenan la nevera. Aún así, tú sigues pensando que eres
independiente y te vales por ti mismo. ¡OH, BENDITO MICROONDAS!
Transcurre un día, otro y otro. E
irremediablemente llega el viernes, día de volver a “tu cruda realidad”. Hay que
volver a casa a pasar el fin de semana. “Joder, con lo bien que estoy aquí”. Pero
te dices: “recuerda, la nevera. Hay que llenar la nevera”. Entonces “tu cruda
realidad” se hace más llevadera.
Pero tú no puedes volver a casa
así, sin más. ¿Qué le vas a contar a tus amigos? ¿Ni un teléfono de una chica? Por ahí sí que
no. ¿Relaciones serias? De eso nada. Hemos venido aquí a jugar. Tú quieres una semana
con una y otra semana con otra. Ya habrá tiempo de sentar la cabeza. Así que,
el jueves te pones tus mejores galas (según el punto de la geografía española
de cada universitario las mejores galas varían bastante), te engominas bien, te
pones tu mejor perfume (en realidad es colonia que has comprado con lo que te
sobraba del botellón) y allá vas. ÁNIMO Y AL TORO. La noche se divide en dos
tramos: el rato que vas sereno y no le entras a ninguna porque te da vergüenza,
y el rato que vas tan sumamente bebido que en lugar de hablar sueltas
perdigones a discreción y espantas al personal. Y, como no te has comido un
colín al final de la noche, el viernes te toca tirar de imaginación, si es que
el garrafón permite a las ideas pasar por tu cabeza, e inventar una historia lo
suficientemente creíble como para dejar a tus amigos con la boca abierta. Un
corro, tus amigos escuchando, tú eres el centro de la conversación, tus
mentiras tus aliadas y tus amigos que te dicen que sí pero por dentro no se
están creyendo ni una palabra.
Así pasas 3,4, 5 o, en el mejor de
los casos para ti (en el peor de los casos para el prestamista, o sea tus
padres), incluso más años.
Cuando todo eso ha pasado, echas la
vista atrás y sabes que no fuiste sino un completo pardillo con el que se
podría haber hecho de todo. Tú no te comiste el Mundo porque no sabías cocinar.
Y el Mundo no se te comió a ti porque le dabas lástima.
Sin embargo, paradojas de la vida,
ahora que te ha tocado irte lejos de casa, un poco más maduro (lo justo,
tampoco vayamos a flipar) y con algún año más te das cuenta de que el dinero no
cae por la chimenea. El dinero se consigue con sacrificio y constancia. Ya no
derrochas como antes y la noche que lo haces pesa sobre ti durante varios días.
Hay que ahorrar para volver a casa, para hacer ese viaje que llevas tiempo esperando
o para, simplemente, tenerlo. ¡Qué cosas!
Echas de menos los tupper. ¡Quién
te lo iba a decir a ti! Ha llegado el momento de desenvolverte de verdad en la
cocina. Un cocido son palabras mayores pero algo de caliente hay que comer de
vez en cuando. El espíritu de Macauly vuelve a ti como hiciera años atrás, con
la diferencia de que ahora sí que valoras ese plato calentito. Porque sabes que
no te vas a comer el Mundo, lo que realmente quieres es comer un plato en
condiciones sin tener que salir a un restaurante. Al final, “te las apañas”,
pero no es lo mismo.
Lo de ser el Rey del Mambo y
conocer a toda la gente que se cruza por tu camino se lo dejas a las nuevas
generaciones. Quieres conocer gente, sí. Hacer amigos, tener con quien salir en
una ciudad lejana a la tuya, sin embargo, eres realista y sabes que el mejor
amigo de todos no puedes ser. Por lo que valoras mucho más volver a casa y
estar con los amigos de siempre, los de verdad. Esos que aunque llevéis tiempo
sin veros siempre tenéis tema de conversación. Y con el tiempo no tratas de
mentirles. Si “no te comes una rosca” lo cuentas con total confianza. Porque da
mucha pereza inventar historias y tener que creértelas tú mismo.
¿Salir todos los jueves? De eso
nada. Las resacas pueden durar mucho. Mucho más de lo que pensabas que podrían
durarle a ese chico que antes era capaz de salir 5 días seguidos de fiesta y el
domingo comer como si viniera de hacer deporte. Además, tienes una verdadera
obligación: el trabajo. No ir a clase suponía no firmar el parte de asistencia.
Nada más. No ir a trabajar te puede suponer una firma, pero un poco más dura.
Y ese gigoló que creías estar hecho
quedó atrás. Aunque alguna vez intente resurgir de sus cenizas, como el Ave Fénix,
te puedes permitir el lujazo de no salir durante varios sábados seguidos, con
lo que ahora llamas TU PLANAZO DE FIN DE SEMANA: sofá, manta y peli. Y, si
debajo de esa manta extiendes tu mano y encuentras la de alguien más, mejor.
Eso sí, el sábado que sales que no
te esperen despierto porque lo das todo. La cabra, aunque la lleves a la playa,
siempre tirará al monte.
Irremediablemente los años pasan. Cuando echas
la vista atrás piensas: “¡QUIÉN TE HA VISTO Y QUIÉN TE VE!”.