Cuando
nuestros abuelos tragaban tierra y bebían sudor, sudaban sangre y lloraban
dolor; cuando nuestros abuelos gritaban sordamente para no molestar; cuando
nuestros abuelos agachaban la espalda por un mendrugo de pan y la cabeza ante
un señor que pedía un respeto extrañamente otorgado sin esfuerzo ni valor.
El
silencio de la culpa, la culpa del oprimido, la opresión del poder.
Pasaron
los años y estudiamos la historia de nuestros antepasados como aquellos que se
apretaban el cinturón para no perder los pantalones mientras un estricto
régimen de azada y mano dura les oprimía desde la cintura hasta las entrañas
del corazón y las cuerdas por cinturón eran el sustento de una vergüenza
interna que no podían mostrar ni con cánticos ni miradas hundidas en el fondo
de la sinrazón.
Hay
ataúdes que gritan, arañan y exigen la libertad que les negó la vida. Madera
que rezuma el pánico de una vida sin vivir. Ataúdes, qué comodidad.
Hay
cunetas que todavía cantan nombres sin apellido del regimiento de la batalla perdida.
De
aquella batalla que deja un surco interminable, imborrable, imposible de
olvidar.
Cada día
era la lucha encarnizada de llantos del hambre, de pechos sin leche, de
pucheros lleno de pena hervidos con fuego en el alma.
La plaza
del pueblo se mantiene en silencio. El reloj de la iglesia, que nunca puede
fallar, suena ante el alba tormentoso de un día infinito al tiempo que los
muros chorrean la sangre de los que pasearon la noche anterior mientras el
viento movía flequillos y petrificaba las lágrimas de los que jamás volverían a
ver la luz. Nocturnidad, premeditación y cobardía.
Se aleja
ese camión de la muerte que despide por el tubo de escape complejos callados a
golpe de gatillo y nuevamente se escucha el eco del silencio de una libertad que
desgarra las paredes de los hogares más humildes.
Ni un
alma. Ni un suspiro. Ni un aullido.
Los
carros ya ponen rumbo a sus tierras para cavar tan hondo como puedan las
fuerzas de los cuerpos vacíos. Allí abajo, donde agarran sus raíces las vides,
los almendros, los olivos, allí, quizá, junto a la humedad de la tierra
encuentren algo de humanidad.
Aquella
estampa de un matrimonio congelado por el tiempo junto a la puerta de su casa
esperando que los nudillos de su hijo volvieran a golpear con juventud y fuerza
la temblorosa madera que se queja entre bisagras oxidadas se convierte,
tristemente, en eterna.
Allí
murieron aquella mujer y aquel hombre, esperando el retorno de su retoño en
aquel otoño de hoja caduca y marchita que nunca vio florecer una primavera de
sonrisas porque la opresión les robó lo que más querían. Paradójicamente,
murieron a la vez que su pequeño caía de rodillas en el frente, atravesado por
una bala cargada de odio que fue disparada desde las trincheras del palacio que
provocó la guerra. Aquel matrimonio todavía no sabía que estaban muriendo en
vida.
El
ejecutor de aquel disparo con los ojos cerrados, el pulso tembloroso y el
corazón huyendo por la boca tan solo quería reencontrarse con su familia y
pedir perdón por el daño ocasionado por culpa de una guerra que le pilló a un
lado de la calle igual que le podría haber alcanzado en el de enfrente. Todavía
hoy se pregunta si fue su hermano al que alcanzó su bala.
Al menos,
así, todo quedaría en un hogar ya destruido.
Serán
nuestros nietos los que abrirán el libro de Historia para estudiar, en las
primeras páginas del mismo, aquella triste historia del matrimonio que decidió
morir esperando la libertad de una guerra que les arrebató todo, incluso su
vida. Aquel matrimonio son cientos, miles de matrimonios que vivieron sin
nombrar la libertad pero yendo cada día a buscarla al campo, debajo de las
piedras, en la corriente del río o en la sombra de un álamo de hoy raíces
centenarias que ha cobijado bajo sus ramas tantas historias. Unas para morir de
rabia o pena y otras de risa. Que para todo hay en la historia.
Y cuando
acaben esas primeras páginas de un matrimonio, un álamo y una bala que salió de
un tembloroso joven, llegarán al día en que un pueblo se puso en pie, si es que
alguna vez estuvo sentado, para celebrar que la libertad había vuelto a sus
vidas. Y la página ciento y pico diría algo así: “corría el 8 de mayo del año
uno después de la pandemia cuando, sin compasión ni pensamiento crítico, sin
vergüenza ni conocimiento, los jóvenes y no tanto, salieron a la calle para
celebrar que la libertad nunca se les había quitado, pero los habían convencido
de ello. La generación supuestamente mejor preparada hacía llorar de vergüenza
los ataúdes que un día gritaron en silencio libertad. Los abuelos, avergonzados
de aquella actitud, sintieron haber perdido la vida para regalársela a unos
jóvenes egoístas que prefirieron brindar sin miramiento por los miles de
muertos convertidos en juego de campaña los días previos. Todavía hoy, las gárgolas
de los edificios centenarios se esconden tras sus garras, arañan sus ojos y
aprietan sus oídos para no sentir el agónico suspiro del esfuerzo de los sanitarios, dependientes,
cajeros y cajeras que desde el primer día de aquel horrible año dieron su vida
por los demás”.
Al cerrar
el libro, en la pizarra ya está el anuncio del profesor: el examen es mañana.
Dieciséis páginas de apuntes y muchos años después hay quien todavía no
entiende aquella actitud de niños y niñas consentidos que no supieron la crueldad
real de la historia. Todavía hoy creen, ya de adultos, que lo suyo fue un acto
heroico.
Las
bibliotecas hunden sus estanterías con el peso de la tristeza que corre entre
las páginas que nunca fueron leídas.
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